Quemar las naves / Analogías
Hace unos días coincidí después de varios meses con un amigo que aprecio y estimo mucho. Durante poco más de diez años hemos mantenido el contacto. Debido a la pandemia nos habíamos distanciado, pero por fin volvimos a reencontrarnos. Resulta que lo conocí en unas circunstancias similares: ambos habíamos emprendido un proyecto similar de negocio. Compartimos mejores prácticas y atendimos algunos clientes juntos por un tiempo. Han pasado los años y el destino separó los caminos del oficio que hoy cada uno desempeña. Él continúa en el mismo giro y yo me involucré en asuntos familiares, la consultoría y otros menesteres ajenos al rubro que algún día compartimos.
Eran finales de la primera década del segundo milenio, 2009 – 2010, Aguascalientes atravesaba inestabilidad en materia de seguridad; mi amigo y yo tocábamos puertas en las empresas, pero pocos las abrían debido a la desconfianza que se vivía por doquier. Fue así que atravesamos momentos difíciles, muy complicados. Los negocios se nutren por los ingresos y sin éstos era prácticamente imposible que saliéramos avantes antes tales circunstancias. Llegó a tal grado la precariedad económica que me puse un ultimátum y desistí de continuar ante la incertidumbre y el panorama desalentador que se presentaba delante. Por su parte, mi amigo no tenía alternativa, tuvo que apretarse el cinturón, redoblar sus esfuerzos y seguir por el camino ya trazado.
Estos hechos recuerdan las conquistas de las antiguas civilizaciones. Imperios milenarios utilizaban la técnica de “Quemar las naves” en aras de extender sus territorios, de acrecentar su influencia cultural, social, religiosa y económica en el mundo antiguo.
El imperio romano no es la excepción. En sus esfuerzos por llegar más allá de los estrechos europeos, por cruzar hasta la actual península británica, echaron mano de dicha estrategia para enfrentar a los bárbaros isleños del norte.
Al desembarcar los soldados, su capitán envió barrenar o inutilizar los navíos. Visto este hecho, los guerreros del imperio no tuvieron otra opción más que avanzar, combatir, conquistar y expandir así el territorio del máximo emperador.
La enseñanza de este dato histórico es válida hasta nuestros días. Cuando una situación compleja se atraviesa, la mente busca soluciones, dentro de esas se encuentra el desistir, el girar el timón, manifestar la retirada. ¿Qué hubiera pasado si los combatientes de Roma al llegar a tierras británicas se retractaran de conquistar? Seguramente la historia sería una muy distinta dos mil años después.
Si por el contrario, no se cuenta con alternativas y la única opción es avanzar en lo previamente establecido, es entonces que la mente adapta sus circunstancias y no le queda más que idear un plan para seguir, para combatir, para conquistar, para lograr el único objetivo realizable.
El ser humano posee una capacidad admirable de adaptabilidad. No por nada Darwin lo observó en la evolución de las especies. No sobrevive, no evoluciona el más fuerte, lo hace el que tiene la mejor forma de afrontar sus circunstancias, del ambiente y entorno en que se desenvuelve. El filósofo español Ortega y Gasset lo plasmó de una forma majestuosa en su máxima “Yo soy yo y mis circunstancias”.
Tomada una decisión no hay vuelta atrás, no hay planes B, solo queda el perseverar. Bien lo menciona el famoso adagio popular “Para atrás ni para tomar impulso”.
La opinión de César Omar Ramírez de León: Empresario, Consultor en Finanzas Personales e Inversionista en el Mercado de Capitales.